martes, 6 de noviembre de 2012

Las Ficciones Malignas - MVLL


Los seres humanos no pueden vivir sin ficciones –mentiras que parecen verdades y verdades que parecen mentiras- y gracias a esa necesidad existen creaciones tan hermosas como las bellas artes y la literatura, que hacen más llevadera y enriquecen la vida de las gentes. Pero existen ficciones benignas, como las que salieron de los pinceles de un Goya o de la pluma de un Cervantes, y malignas, que son aquellas que niegan su naturaleza subjetiva, ideal e irreal y se presentan como descripciones objetivas, científicas, de la realidad.
En los últimos tiempos hemos tenido muchas ocasiones de ver los efectos perniciosos que las ficciones malignas, difundidas por algunos gurús procedentes de la economía sobre todo,  pueden tener sobre la vida social. La más reciente es la de Paul Krugman que, en su columna de The New York Times, acaba de anunciar un próximo “corralito” para la economía española,  lo que acaso haya contribuido a acelerar la fuga de capitales y de ahorristas de España y que debe haber dejado estupefactos a buen número de sus admiradores que no habían advertido todavía que también los Premios Nobel de Economía, cuando se convierten en íconos mediáticos, dicen a veces tonterías. (Dicho sea entre paréntesis, los asustados por las profecías apocalípticas del profesor de Princeton harían mejor en creerle al Presidente de Telefónica, César Alierta, quien acaba de afirmar de manera categórica que “España es un país solvente, tanto en el sector público como en el privado”. Tengo la seguridad absoluta de que el señor Alierta está mejor informado que el doctor Krugman sobre la salud económica de este país).
Una de las ficciones malignas que, desde la Edad Media, circula como un tópico, en la cultura europea es la de la decadencia de Occidente. En sus orígenes tenía un supuesto sostén religioso y apocalíptico: aquí tendría lugar el fin de los tiempos, de la historia, y ese final sería precedido por un largo período de anarquía y catástrofe, de matanzas, pestes, confusión y ruina. Luego, aquellas sombrías predicciones irían perdiendo sus acentos bíblicos y adoptando semblantes más realistas. Ya no serían los inescrutables designios de Dios, sino la insensatez y la locura de los propios europeos lo que precipitaría la ruina y el hundimiento de Occidente. Pero, la verdad es que, pese a las guerras, las epidemias, los genocidios y todas las formas de destrucción y de exterminio que ha debido padecer a lo largo de su historia, Europa, cuna de la cultura de la libertad, está aún viva y coleando, ha enterrado a las dos amenazas más poderosas  de la democracia, el fascismo y el comunismo, y es la única región del planeta donde está en marcha la construcción de un gran proyecto de integración de naciones, sociedades, culturas, economías e instituciones bajo el signo de la legalidad y de la libertad.
La ficción maligna de moda es ahora la de proclamar el fracaso de la Unión Europea, este empeño gracias al cual Occidente ha vivido el más largo período de paz y convivencia de su historia y conseguido reducir al mínimo la existencia de regímenes antidemocráticos en su seno y en su periferia. Y, también,  reducir la pobreza y elevar de manera significativa los niveles de vida del conjunto de la población. Cada día aparecen informes técnicos, análisis administrativos, prospecciones sociológicas y, sobre todo, peritajes económicos, demostrando la insolvencia del euro y su irremisible declinación, el fracaso del empeño en querer integrar economías avanzadas y sólidas con las de países precarios y subdesarrollados, y fantásticas estadísticas según las cuales la apertura de las fronteras en el interior de Europa ha disparado la inmigración ilegal, la delincuencia y abierto las puertas a los terroristas del integrismo islámico.
Probablemente estas ficciones malignas, resultantes de esa deriva sadomasoquista del encomiable espíritu crítico que ha caracterizado la mejor tradición de la cultura occidental, esté haciendo más daño a Europa que la grave crisis económica que enfrenta. En todo caso, ellas han favorecido el crecimiento de partidos extremistas, de izquierda y de derecha, que quieren acabar con Europa y regresar a los tiempos de las naciones ensimismadas. Ya no es imposible que lo consigan.
La crisis económica es, desde luego, muy seria y constituye una dura prueba para todos los países que conforman la Unión. Mucho más, por supuesto, para los que dilapidaron sus recursos de manera irresponsable y vivieron por encima de sus posibilidades recurriendo a créditos que ahora los ahogan. Pero la crisis es perfectamente superable, con los sacrificios necesarios, como ha demostrado Alemania –país al que, otra de las ficciones malignas de nuestro tiempo, enseña que debemos odiar por no permitir que siga la fiesta gastadora-, que fue capaz de resucitar a ese muerto que era, económicamente hablando, la República Democrática que debió asimilar, y que, además, gracias a su disciplina y realismo,  ha conseguido ahora vencer la crisis y comenzado de nuevo a crecer.
La ficción maligna presenta a la señora Merkel como un ser insensible, para la que sólo cuentan los números, y con la idea perversa de que el crecimiento europeo sólo puede resultar del saneamiento fiscal y la reducción del gasto público, es decir, que difícilmente puede haber políticas expansionistas antes de poner la casa en orden. Y la ficción maligna añade que, felizmente, en el oscuro túnel de la decadencia de Europa, ha aparecido una luz salvadora. Se llama François Hollande y acaba de ganar las elecciones en Francia con una bandera clara, simple y generosa: lo primero no es la austeridad sino el crecimiento. ¡Bravo! ¡Eso es ser sensible a la injusticia del paro y la caída de los salarios! La estupidez es contagiosa, sobre todo en el dominio político, y lo extraordinario es que mucha gente perfectamente consciente del estado real de la economía europea, cree que la receta simplista y fantasiosa de Hollande, que le ha servido para ganar las elecciones, será también la columna vertebral de su política ahora que ha llegado al poder. El crecimiento económico como un acto de voluntad. Si es así, ¿por qué Grecia, Italia, Portugal, España no deciden crecer y lo hacen? Ah, por el espíritu egoísta, estrecho y mezquino de sus gobernantes y la maldad congénita del capitalismo. Si tuvieran un Hollande en el timón…
No ocurrirá como creen por la sencilla razón de que un enfermo no puede echarse a correr una maratón sin curarse antes, so pena de quedarse muerto en el camino. Y esa cura exige un período de tremendos sacrificios, que son más fáciles de soportar cuando se tiene la seguridad de que sólo a través de ellos se recuperará la salud y las energías. Francia es un país demasiado antiguo, experimentado y sabio como para que se suicide cediendo a esa tentación de lo imposible que ha llenado su cultura de tantas obras maestras. 
Más pronto que tarde, François Hollande y sus colaboradores tendrán que reconocer en público que no era tan sencillo como decían y pedirán valor y patriotismo al pueblo francés para seguir apretándose el cinturón.
Vendrá entonces la decepción de los electores engañados,  y, bueno, ya conocemos el resto de la historia.
Intentar lo imposible sólo da excelentes resultados en el mundo del arte y de la literatura; en el de la economía y la política sólo trae desastres. Y la prueba es la crisis que ahora vive Europa, y, en ella, principalmente, los países que gastaron más de lo que tenían, que construyeron Estados benefactores ejemplarmente generosos pero incapaces de financiar, que se endeudaron más allá de sus posibilidades sin imaginar que también la prosperidad tiene límites, que inflaron sus burocracias a extremos delirantes y ocultaron la verdad de la deudas y la inminencia de la crisis hasta el borde mismo del abismo por temor a la impopularidad. Todo eso tarde o temprano se paga y no hay manera de evitarlo.
Eso lo saben todos los gobernantes europeos, pero, entre ellos, sólo la canciller alemana se atreve a decirlo y a actuar en consecuencia. Con su aspecto de abadesa o madre de familia numerosa, la señora Merkel tiene un carácter de hierro y se mueve en las tempestades que rugen a su alrededor con una serenidad y un temple admirables. Es posible que las ficciones malignas acaben con su gobierno, pero, al menos, si es que así ocurre, podrá pasar a la oposición con la conciencia tranquila. En efecto, ella sí que ha dejado a su país mucho mejor de lo que lo encontró.
Madrid, mayo de 2012.

Paloma del alma

Un gran cuento de Arthur C. Clark

Sílabo Herramientas

Comentario acerca de la WEB 2.0

La inteligencia colectiva es una gran adhesión a la web, que ya ha estado sucediendo hace varios años, con el "fracaso de Napster" entre otras empresas vanguardistas de las década de los 90. Estas dieron paso a lo que en artículo conoce se conoce como WEB 2.0, siendo definido como un modelo de organización que se está buscando aplicar a todo lo que conocemos como web, con el fin de facilitar su uso y centralizar su información. A través de la WEB 2.0 un usuario podría crear diversas páginas para compartir información y a la vez, facilitar su encuentro hacia los demás usuarios; debido a esto la "comunicación" dejaría de ser entre un solo emisor y receptor, y se convertiría en una conversación circular, donde los datos son muchísimo más fáciles de hallar. Sin embargo, la WEB 2.0 no es un solo programa que se puede descargar o actualizar; estas son diversas herramientas que han aparecido a lo largo de la década como son los Weblogs (blogs), las Wikis, o las redes sociales; y usando estas las personas podrán obtener información que antes podría haberse considerado inalcanzable, o compartirla. Otro de los múltiples beneficios que obtendrás con la WEB 2.0 y sus herramientas es la posibilidad de facilitar el aprendizaje en los jóvenes. Esto se debe a la tendencia de que estos están cada vez más sumergidos e interesados en la web, lo que permite que estos no sean simplemente unos autómatas, si no que tengan la capacidad de dar una respuesta al docente. En conclusión la WEB 2.0 facilita la coordinación y colaboración de los diversos autores que a la vez son sus usuarios, con el fin de que la información fluya de una manera más detallada y correcta, lo que trae muchos beneficios a nuestra sociedad cada vez más globalizada. José Jiménez León (57684)

lunes, 29 de octubre de 2012

Un poco de Pink Floyd

Artículo sobre las ¨Corridas de toros¨ de Mario Vargas Llosa 

La Plaza de Toros de Marbella no tiene el sabor que da la antigüedad a plazas como la de Ronda o la de Acho de Lima, ni el prestigio de las de algunas grandes ciudades como Sevilla, Madrid o México y, puesto que en sus tendidos se ven a veces más turistas que nativos, los exquisitos de la tauromaquia se permiten mirarla por sobre el hombro. Pero en esta placita provinciana ocurren a veces cosas notables, como la del domingo 5 de agosto, en la corrida en que El Cordobés, Paquirri y El Fandi lidiaron seis toros de Salvador Domecq.
Todo coincidió para producir esa maravilla: la magnífica tarde de sol alto y cielo azul, los seis astados bravos, alegres, nobles y de buen peso, el entusiasmo del público que ocupaba media entrada y el pundonor de los toreros, su virtuosismo y su voluntad de gozar y hacer gozar. Lo consiguieron. Fue una magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer toro de El Cordobés, sin una falla, algo rarísimo en todos los cosos del mundo. El presidente se excedió y concedió 10 orejas pero la afición estaba tan contenta que nadie se lo reprochó.
Manuel Díaz El Cordobés estuvo simpático y comunicativo con los tendidos cada vez que dio la vuelta al ruedo, lo que es normal en él, pero felizmente a la hora de torear moderó su exhibicionismo, sus piruetas y nos exoneró de sus famosos saltos de rana. Demostró que, además de vistoso y trejo, puede ser serio, entablar con el toro esa complicidad tensa de la que resulta una faena redonda. No estoy contra los desplantes y una cierta dosis de histrionismo en la arena, pues también eso, como las bandas verbeneras y los pasodobles, forma parte de la fiesta, y he visto grandes diestros que se permitían a veces, en medio de electrizantes faenas, alguna payasada. Pero prefiero el toreo profundo, el que nos hace presentir eso que Victor Hugo llamaba “la boca de la sombra”, el pozo negro que nos espera a todos y a cuyas orillas algunos creadores de excepción —poetas, músicos, cantantes, danzarines, toreros, pintores, escultores, novelistas— se acercan a veces para producir una belleza impregnada de misterio, que nos desvela una verdad recóndita sobre lo que somos, sobre lo hermosa y precaria que es la existencia, sobre lo que hay de exaltante y trágico en la condición humana. Ese es el estilo taurino que más me conmueve y por eso admiré tanto a Antonio Ordóñez y admiro ahora a un Enrique Ponce o un José Tomás.
Francisco Rivera Ordóñez, Paquirri, al igual que su hermano Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro, de encerrarse con el toro en un diálogo secreto del que resultan figuras en las que se mezclan la gracia, la destreza, la inteligencia y por supuesto el coraje. Hasta cuando banderillea lo hace evitando la exageración, exponiéndose en la justa medida, para que nada desentone.
El artículo de Ferlosio es una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra este espectáculo
Pero la suerte de banderillas es aquella en la que la corrida está más cerca de la danza, cuando se vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que David Fandila, El Fandi. Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo. Hacía tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había madurado mucho, que ahora maneja la muleta con más temple, color y matices, aunque siempre con el mismo tesón.
Fue una tarde muy bonita y al salir de la plaza me pregunté si un espectáculo como el que acabábamos de ver cambiaría la opinión que Rafael Sánchez Ferlosio tiene de los toros. Probablemente, no. Ese mismo día había leído, en EL PAÍS, un artículo suyo, Patrimonio de la Humanidad, una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra los toros, que él quisiera que desaparecieran de una vez “no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”.
Según él, los toros son la manifestación más flagrante de la barbarie humana. Su artículo evoca a las hordas sádicas que hicieron “una protesta ensordecedora” cuando don Miguel Primo de Rivera, en 1928, ordenó que se protegiese con gualdrapas forradas a los caballos de la suerte de varas que, hasta entonces, morían como moscas despanzurrados por los toros. Y, al parecer, era eso, más que la lidia, lo que los aficionados querían ver: el sufrimiento y la matanza de los brutos. He asistido a muchas corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción del público es siempre la contraria.
En los toros hay una violencia que para muchas personas, como Sánchez Ferlosio, es intolerable, algo absolutamente digno de respeto. Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligar a nadie asistir a un espectáculo que malentiende y abomina. Es menos digno de respeto, en cambio, que él y quienes quisieran acabar con los toros, traten de privarnos de la fiesta a los que la amamos: un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas. Y tampoco es respetable la caricatura de la corrida como una expresión de machismo y chulería en la que se expresaría “el alma-hecha-gesto de la españolez”. No entiendo lo que esta frase quiere decir, pero sí la intención que la mueve y ella es un puro disparate. “La españolez” (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España.
Privarnos de la fiesta sería un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, libros o ideas
El artículo de Sánchez Ferlosio está redactado de tal modo que, se diría, la “españolez” es algo que se encarna solo en “los castellanos”, pues son estos, a su juicio, quienes “se han puesto a reivindicar la alta culturalidad” de los toros. ¡Protesto! ¿Y los andaluces, vascos, gallegos, peruanos, colombianos, mexicanos, ecuatorianos, bolivianos que defendemos la fiesta? ¿Y los franceses, que han declarado la corrida un bien cultural de la nación? La “barbarie” taurina tiene un arraigo mucho mayor que la geografía castellana y llega, por ejemplo, hasta Suecia, donde, la última vez que estuve en Estocolmo, descubrí una peña taurina con varios cientos de afiliados.
Por otra parte, el artículo deja la impresión de que, por haber prohibido los toros, los catalanes quedan exonerados del oprobio barbárico. Protesto, otra vez. Conozco buen número de catalanes tan aficionados a la fiesta como yo y sin duda él mismo recordará que, cuando se discutía la prohibición, en el manifiesto en defensa de los toros que apareció en Barcelona, entre los firmantes figuraba buen número de artistas e intelectuales catalanes de primera línea, entre ellos Félix de Azúa y Pere Gimferrer.
Sánchez Ferlosio vapulea a Fernando Savater por “la poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” de su ensayo sobre la muerte y la tauromaquia, y ridiculiza a Ortega y Gasset por ese “excelso ortegajo” que, en su opinión, fue afirmar que no se puede comprender la historia de España sin tener en cuenta la historia de las corridas. Ambas recusaciones son innecesariamente hirientes e injustas. Savater y Ortega han escrito ensayos que ayudan a entender la complejidad de la fiesta, su entraña sociológica, su reverberación tradicional y mítica, sus raíces psicológicas y su valencia artística. ¿Qué hay de ridículo en utilizar la perspectiva taurina para estudiar, por ejemplo, la filiación que enlaza a España con la mitología de Creta y Grecia y llega, pasando por Goya, hasta Picasso y García Lorca, en la que destaca como protagonista la noble estampa del toro de lidia?
Pero, tal vez, para entender cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa semiclandestina de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo.
© Mario Vargas Llosa, 2012.
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